Por Marcial Aviña Iglesias
Cuenta el mito que deambulaba el filósofo por el típico mercado atascado de vendutas con sus cachivaches, montones de huaraches, el regateo de los clientes con los comerciantes, que enmudecieron al escuchar esa mítica frase que quienes hacemos la mimesis de lector de libros filosóficos acuñamos y atesoramos: “¡Cuántas cosas venden aquí que yo no necesito!”
Si, usté, después de leer esta frase, recuerda toda esa ropa en el closet o los utensilios de la cocina que hasta en el horno de la estufa se resguardan, no me culpe, es el efecto del filósofo, cuyo nombre omitiré para no cometer un error.
Pero, eso sí, ¡vaya que ir al mercado es como una aventura! Nada más que en lugar de dragones, te encuentras con fruteros que te miran como si fueras un espía intentando descubrir el secreto del tomate perfecto, encontrar la madurez del aguacate —¡Óigame, no lo magulle tanto que le va a causar un hematoma! —. Y luego, los vendedores de marisco, que te hablan de las delicias del pescado fresco como si estuvieran vendiendo el Santo Grial.
Pero, ¿sabes qué es lo mejor? Cuando te dicen que la lechuga es “orgánica” y tú te preguntas si antes era inorgánica, como si hubiera sido elaborada en una fábrica de ensaladas. ¡Es un espectáculo, te lo digo! Y al final, sales con una bolsa llena de verduras y la sensación de que has conquistado el mundo… o al menos, el mercado.
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