Por Marcial Aviña Iglesias
A los 24 años, parece que fue antier, el Rey Gaspar se puso de buenas conmigo y con su caritativa fortuna logré alcanzar la estrella del egreso, es decir, por fin pude concluir el bachillerato, esa hermosa cárcel sin puertas que cuando te saca el profe es libertad bajo palabra; perdido en el laberinto del Minotauro de la disonancia vocacional, llegué a una facultad donde recibían a los rechazados de otras carreras, irónicamente tiempo después, en voz de los propios docentes que en ella impartían su sabiduría, supe que ese plan de estudios que curse, fue planeado en un antro, entre meretrices y alcohol adulterado se crearon 9 semestres en los que colgué mis primaveras.
Cursando una carrera de cantos de ninfas que era una mixtura entre psicología, manualidades y filosofía, el nombre de pedagogo era tan irreconocible como quienes estudiaban para serlo profesionalmente, sumados a los prejuicios que normalistas tenían sobre aquellos Ayos, personajes de la Grecia antigua encargados en las casas principales de custodiar niños o jóvenes y de cuidar de su crianza y educación, si a ello le sumamos el fastidioso Educere -también exducere– cuyo significado era extraer de dentro hacia fuera e implica incitar y guiar al discente o alumno hacia su realización, ambos conceptos que tuve que memorizar a tal grado que hoy los recitó como loro que “habla” y sin saber quién soy en el mercado laboral.
Durante mi estancia en ese recinto escolar, empecé a leer libros, primero de forma obligada, después me hice adicto a ellos, incluso a escribir más de lo que leo, mientras aquel gordo con 2 dedos de frente ensimismado que era yo, sacaba una profesión que no sabía ni pa’ qué era útil en una ciudad de Las Palmeras. Es más, creo que ni Colima se sentía aludido de que yo en un 1997 egresaba, la ciudad seguía en lo suyo, sin importarle un carajo mi existencia. Y la muy ojete, en lugar de consolarme con mentiras más o menos piadosas, me exigía cruelmente ejercer, y encontré en la docencia una justificación. Irónicamente cada 15 de mayo que me felicitan por una profesión que le birlé a Alí Babá en un descuido al muy torpe, pues quienes ostentan mi licenciatura no estamos ni siquiera preparados para impartir clases, me burlo de la presteza que le da la razón al fracaso.
Los 26 de junio en que el calendario de la beatitud dicta celebrar el Día de El Pedagogo, pues a parte de la flojera que me da, experimento un gusto que después de cierto titipuchal de años se les reconoce socialmente, sin saber qué es lo que hacen profesionalmente, lo que trae a mi memoria miope, ese noble y terco empeño de mis profesoras y profesores de la facultá en insistir en que “Juan Amos Comenio” (Jan Amos Komenský), ese visionario que se inventó la educación moderna hace 400 años, Johann Heinrich Pestalozzi, tesonero luchador contra la educación tradicional y necio en crear una educación integral del alumnado, así como Johann Friedrich Herbart, quien discurría en que la educación moral y la intelectual iban de la mano, no eran considerados como pedagogos, pero al paso del tiempo como a los actuales pedagogos les dio la razón.
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