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COLUMNA: Especulario

PorRedacción

Feb 19, 2024 #Opinión

Psicología e Inteligencia Artificial: nombre y apellido

Por Antar Martínez-Guzmán*

En el verano de 1956 tuvo lugar en la universidad Dartmouth College, en New Hampshire, una peculiar conferencia donde, a propuesta del matemático John McCarthy, se utilizó por primera vez el término “Inteligencia Artificial” (IA). Con este singular nombre, una veintena de científicos (ellos, todos) englobaron un conjunto de proyectos, inquietudes y fantasías sobre la construcción de “máquinas pensantes”, campo de elucubración que hasta entonces era referido de distintas maneras (cibernética, teoría de autómatas, procesamiento complejo de datos, por ejemplo). Desde entonces, el nombre IA se ha sedimentado y popularizado hasta convertirse en un elemento del imaginario cultural de nuestras sociedades que reverbera con particular intensidad en nuestros días y que trae bajo el ropaje una serie de nudos entre lo tecnológico y lo psicosocial.

Quizá la primera cuestión que podemos plantear para comprender el fenómeno de la IA desde la perspectiva psicosocial resida en su propia denominación. El apelativo inteligencia ya le vincula, desde su propia concepción, al lenguaje de la psicología y de las ciencias en general. Más que para cualquier otro campo de conocimiento, la inteligencia ha sido para la psicología uno de sus principales objetos de estudio y un complicado tema de discusión. Lo que sea que llamemos inteligencia no es -nunca ha sido- un objeto discreto y transparente. Un breve asomo a la literatura psicológica nos mostrará una intrincada diversidad de enfoques y perspectivas que buscan definirla y explicarla.

En la década de los 20 del siglo pasado, el psicólogo inglés Charles Spearman -pionero en el estudio de la inteligencia y el análisis estadístico- propone que la inteligencia humana consiste en una serie de habilidades cognitivas concretas correlacionadas positivamente entre sí: una especie de mecanismo que interconecta destrezas específicas (factores s) y les combina en una capacidad en una capacidad mental general, que llamó factor g. Las destrezas y habilidades que componen la inteligencia, desde esta perspectiva, están en gran medida asociadas al procesamiento abstracto de información y al razonamiento lógico-matemático. Esta noción de inteligencia, precursora en la psicología moderna cientificista, evoca ya una imagen semejante a la manera en que se piensa actualmente la IA. Hay que notar, además, que es precisamente por estas épocas cuando empiezan a gestarse, al menos teóricamente, las visiones de máquinas que pudieran realizar operaciones comparables a las que realiza la mente humana y que luego serán llamadas “inteligentes”. La teoría de Spearman anticipa en buena medida la manera en que va a formularse la posibilidad de la IA: la inteligencia como un conjunto de capacidades y operaciones (cognitivas o informáticas) interconectadas en una función global, pero que pueden reducirse, en última instancia, al procesamiento de información, al cálculo y el razonamiento lógico-matemático. 

Este será precisamente el punto más cuestionado en los posteriores desarrollos psicológicos sobre el tema: la inteligencia es más compleja que eso y no puede englobarse en un solo factor general ni reducirse al pensamiento lógico-matemático. Rápidamente, el árbol comienza a ramificarse. Edward Thorndike hablará de una inteligencia social, centrada en la capacidad de entender y manejar a otras personas, así como adaptarse socialmente. Robert J. Sternberg (por los 80) propondrá una teoría triárquica, donde la inteligencia se entiende a partir de 3 componentes: uno ciertamente analítico (la típica idea del razonamiento abstracto y la resolución de problemas), pero también un componente creativo (para abordar problemas de manera novedosa y generar ideas originales) y otro práctico (para adaptarse al entorno y actuar efectivamente ante situaciones cambiantes). Un poco después Howard Gardner presentará la famosa teoría de las inteligencias múltiples: la inteligencia no es una, ni puede ser representada de manera unidimensional (como pretendían las definiciones clásicas) sino que se refiere a un conjunto de capacidades muy variadas y cualitativamente distintas: inteligencias lingüística, musical, interpersonal, espacial, kinestésica, entre otras, donde la lógico-matemática es una más dentro del conjunto. Por si no fuera suficiente, en los 90’s, Peter Salovey y John D. Mayer proponen la ahora tan popularizada noción de inteligencia emocional, centrada en la capacidad de comprender y gestionar las emociones propias y ajenas, así como utilizar esas emociones de manera efectiva.

Además, a cualquier teoría de inteligencia se le puede anteponer una cuestión: como suele repetirse en las aulas de las escuelas de psicología, más que un objeto bien definido, la inteligencia es un constructo; una entidad semántica consensuada por una comunidad (social o científica) que se utiliza para designar y dar sentido a algo que no es de por sí palpable ni evidente; una palabra que nos permite, al menos en el plano conceptual, estabilizar un conjunto de fenómenos heterogéneos y cambiantes. Pero los constructos son históricos, producto de su tiempo, de los paradigmas en boga y de los intereses de las sociedades que los crean. Por tanto, lo que se considera inteligente proyecta ya un conjunto de supuestos y valores que además mutan con el tiempo.

A esto hay que sumarle un asunto importante: las grandes teorías de inteligencia y sus formas de medición (suponiendo que es un objeto susceptible de ser medido), han sido creadas sin excepción en grandes centros de saber-poder; particularmente en las sociedades industrializadas del llamado “primer mundo” que requerían de métodos eficientes para gestionar poblaciones a gran escala y hacer productivas a las capacidades de los individuos. La inteligencia y sus formas de medición han servido históricamente para jerarquizar y discriminar entre individuos y comunidades a partir de criterios normativos en buena medida ideológicos, ajustados a lo considerado deseable en ciertas culturas y estratos. En distintos momentos históricos, los test de inteligencia han sido utilizados para justificar una supuesta inferioridad intelectual de ciertos grupos a través de sesgos clase social, género u origen étnico-racial. Aún al día de hoy, en el sentido común prevalece una especie de aura de superioridad moral y prestigio social asociados a las personas consideradas inteligentes (lo que se evidencia, por ejemplo, en la reputación popular del coeficiente intelectual).

De modo que, incluso a simple vistazo y burdo recuento de lugares comunes, la noción de inteligencia no es cuestión sencilla. Su propia definición ha sido materia de extensas discusiones, llenas de matices y mentises; y la explicación de su naturaleza y funcionamiento, una urdimbre enmarañada. Ante este panorama, llamarle inteligencia a un conjunto de programas informáticos y procesos computacionales es ya colgarle un enredoso galimatías como etiqueta. Al otorgarles ese nombre se le trae a un campo semántico que no es neutral ni transparente; se les confiere una carga de significados que impregnan este nuevo fenómeno y lo tiñen de particulares sentidos. Y esto es relevante porque la forma en que nombramos y hablamos de las cosas tienen importantes consecuencias sobre ellas; sobre la manera en que las concebimos y percibimos, en que las construimos y las usamos.

Por tanto, la pregunta interesante aquí no es, a nuestro juicio, si las tecnologías que llamamos IA son realmente inteligentes o si podemos genuinamente llamar inteligencia a lo que hacen. A estas alturas, esta pregunta resulta un tanto ociosa y en todo caso esconde detrás un juego de espejos. Si la inteligencia es un tipo de respuesta efectiva o exitosa a problemas a través del procesamiento de información, entonces IA no sólo es inteligente, sino que se trata de una súper-inteligencia, en comparación con la humana. (Esto dejando de lado el problema de los parámetros, a menudo implícitos, de lo que consideramos una respuesta “efectiva” en diferentes contextos). Si, en contraste, se concibe a la inteligencia como un conjunto de procesos, que involucran gestión de información, deducción e inducción, pero también abducción e intuición, procesos adaptativos creativos, sensibles a texturas emocionales y contextos sociales, entonces la palabra “inteligencia” en IA no sería -al menos por ahora- más que un adorno retórico o una mera metáfora.

En estas diatribas, hay quienes han dicho que no se trata de un inteligencia genuina y verdadera puesto que sus resultados, por muy extraordinarios que parezcan, están basados en la capacidad de gestionar y calcular una inmensa cantidad de información… que producimos las personas y comunidades. Por muy efectivas e ingeniosas que parezcan sus respuestas, siempre serán el resultado de una recombinación, muy sofisticada en algunos casos, de posibilidades dadas por la mente humana (los algoritmos son “alimentados” y “entrenados” con una enorme cantidad de datos que en última instancia provienen de nuestras prácticas sociales y personales). Su dependencia de la información que producimos es absoluta, por lo que no podríamos encontrar ahí una creatividad u originalidad genuina o radical.

Algunos otros, como el lingüista y filósofo Noam Chomsky, han advertido que, si bien las IA pueden ser un apoyo efectivo para muchas tareas prácticas complejas, su forma de operar – basada fundamentalmente en el reconocimiento de patrones y búsqueda de respuestas estadísticamente probables- es claramente distinta a la de los extraños vericuetos de la mente, lo que supone para las IA serias limitaciones congénitas en lo que respecta a pensamiento crítico, creatividad y juicio ético. Chomsky incluso ha llegado a referirse IA generativas (de texto o imágenes, por ejemplo) como “software de plagio” puesto que de alguna forma copia o “roba” ideas y las altera los suficiente hasta evitar los compromisos de reconocimiento de autoría.

Por su parte, el escritor e informático Erik J. Larson, en su libro El mito de la inteligencia artificial, muestra que las inteligencias humana y artificial son radicalmente diferentes y que, para la propia ciencia de la IA, el núcleo de la inteligencia general de tipo humano sigue siendo un gran misterio que hasta el momento nadie tiene la menor idea de cómo resolver. Y, sin embargo, advierte también que para los partidarios de la IA -especialmente para quienes se benefician del negocio- existen grandes incentivos para minimizar sus limitaciones. Más aún, muestra que la cultura de la IA está asentada en una simplificación nominal de las capacidades de la inteligencia para fines de que sean compatibles con los desarrollos tecnológicos. En un interesante análisis de la configuración temprana de la IA, muestra la forma en que Alan Turing –pionero en el desarrollo de la computación moderna y precursor de la IA-, para fines de que prospere su sueño obsesivo de máquinas pensantes, opta en la última etapa de su trabajo por una solución peculiar: equiparar inteligencia a la capacidad de resolver problemas como descifrar códigos encriptados durante la guerra o ganar una partida de ajedrez. En otras palabras, Turing define de cierta manera la inteligencia para que cuadre con las operaciones analíticas que realiza la máquina; utiliza una estrategia conceptual-discursiva para resolver un problema lógico-técnico. Esto será, de acuerdo con Larson, una gran genialidad y también un gran error, puesto que el posterior desarrollo de la IA seguirá de cerca este supuesto sin la reflexión crítica necesaria.

Este truco en el plano del significado nos remite una cuestión central para los saberes. Como hemos dicho, la pregunta que nos interesa aquí no es la que se preocupa por la autenticidad o veracidad de las capacidades inteligentes de la IA, sino otra –quizá más mundana y pragmática- que se refiere a la forma en que nos relacionamos con ella, incluyendo la forma en que nombramos e imaginamos. En este plano, los conocimientos, sus lenguajes y concepciones, parecen ser claves para dar forma y entender nuestra concepción de estas herramientas y su lugar en la vida social. Podemos preguntarnos, entonces, ¿qué implicaciones tiene hablar de estas tecnologías a través del lenguaje psicológico?

Ciertamente, el campo técnico y cultural de la IA está atravesado y moldeado por los lenguajes de las ciencias. Se habla de machine learning para referirse a diferentes procesos de “aprendizaje” mediante los cuales los algoritmos y computadoras mejoran su rendimiento en tareas específicas integrando datos nuevos; de “reforzamiento” para la manera en que un programa modifica sus operaciones tras la retroalimentación a sus respuestas en entornos interactivos; de “adaptabilidad” para hablar de la forma en que un programa puede mejorar su desempeño a través de la “experiencia”; de “redes neuronales artificiales” para evocar el diseño de algoritmos interconectados que permiten procesar datos de manera articulada. Cuando una IA generativa genera respuestas erróneas o información “sin sentido” se dice que está “alucinando”. Así, tampoco es de extrañar que algunas de las figuras precursoras más importantes de la IA -como Alan Turing y John von Neumann- mostraran en su momento interés y fascinación por campos como las ciencias cognitivas y la neuropsicología.

La propia IA parece advertir esta relación. Cuando le preguntamos a ChatGPT sobre el asunto nos respondió lo siguiente: “La IA a menudo se inspira en teorías psicológicas para modelar procesos cognitivos. Por ejemplo, los modelos de aprendizaje automático pueden basarse en teorías del aprendizaje humano, como el condicionamiento operante o el condicionamiento clásico (…) La psicología del lenguaje y la lingüística proporcionan fundamentos teóricos para el procesamiento del lenguaje natural en sistemas de IA (…) Modelos de toma de decisiones en IA a menudo se basan en principios de la psicología cognitiva, como el procesamiento de la información y la heurística, para simular cómo los humanos toman decisiones en entornos complejos (…) Teorías psicológicas de la personalidad se han utilizado para desarrollar sistemas de IA que pueden adaptarse a las preferencias individuales y predecir comportamientos, mejorando la personalización en aplicaciones y servicios”.

Por tanto, los desarrollos teóricos y prácticos que alimentan los proyectos de la IA engullen o emulan el interés, propiamente psicológico, de comprender y moldear la vida cognitiva, el comportamiento y las lógicas de interacción social. Al mismo tiempo, el lenguaje y las teorías psicológicas confieren a este campo tecnológico una especie de impronta simbólica, de matriz de comprensión. Las implicaciones de estos cruces aún quedan por ser exploradas: ¿qué efectos tiene atribuir a las máquinas rasgos psicológicos con los que hemos comprendido nuestra humanidad?, ¿cómo nuestras concepciones psicológicas orientan en ciertas direcciones el desarrollo de tecnologías, pero también definen nuestra percepción y uso de las mismas?, ¿de qué manera estas tecnologías, imbuidas ya de atributos y significados psicológicos, nos devuelven una imagen de nuestra propia subjetividad o pueden redefinir la forma en que entendemos la vida psíquica?

Antes incluso de hablar de las posibles aplicaciones de la IA a las prácticas y servicios psicológicos (como, por ejemplo, en contextos terapéuticos) -posibilidades empiezan a levantar revuelo y entusiasmo-, conviene primero observar la relación inversa: las aplicaciones de la psicología en la concepción y uso de las IA. En cualquier caso, podemos vislumbrar que, desde esta perspectiva, la IA es en buena medida un proyecto psicológico; implica una suerte de maquinización de la vida psicológica y, al mismo tiempo, una psicologización de las tecnologías. Y esto nos conduce a la segunda parte del nombre: el apellido “artificial”, otro galimatías que quedará… para una siguiente entrega.

antar_martinez@ucol.mx

Las opiniones expresadas en este texto periodístico de opinión, son responsabilidad exclusiva del autor y no son atribuibles a El Comentario.

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