Armando, la huelga y la poesía
Por Carlos Ramírez Vuelvas
Para Guillermo Pony Cossío
Creo que tenía 18 años y era 1999, estaba por concluir los estudios de bachillerato y vi en la pantalla descolorida de una computadora, mi nombre en la lista de aceptados de la Licenciatura en Letras Clásicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sandra y yo nos volteamos a ver, luego volteamos a ver la pantalla, nos volteamos a ver otra vez, y no supimos quién había perdido más colores: una pantalla discontinuada, un provinciano con un futuro incierto o una novia sorprendida.
Desde principios de ese año, el rector de la UNAM, Francisco Barnés de Castro, estableció una cuota simbólica de cincuenta centavos como requisito de ingreso a la educación superior. Los estudiantes interpretaron un ajuste neoliberal al espíritu universitario, y convocaron a un estruendoso comité de huelga que tomó las instalaciones unamitas durante más de un año (hay zonas, como el Auditorio “Che Guevara” (ex Justo Sierra) o los salones de teatro de Filosofía y Letras, que no han sido devueltas a las autoridades).
Creo que tenía unos cuatro o cinco años leyendo poesía purísima, poemas que comenzaban (o concluían) en Efraín Bartolomé y Jaime Sabines, y concluían (o comenzaban) en Virgilio y Ovidio, estos últimos publicados en la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, creada, editada y traducida por otro grandísimo poeta, Rubén Bonifaz Nuño (por cierto, primer Doctor Honoris Causa de la Universidad de Colima).
Nunca tendremos un criterio tan acerbo como el que nos otorga, a cambio de tantos sinsabores, la adolescencia, ni se conoce criterio más lapidario que el de un poeta adolescente (que es niño, adolescente y anciano al mismo tiempo). Poseído por esa ingenuidad que marca una luna en la sien, un poeta adolescente es un alma en pena con una rabia encendida: la misma que le permite cantar las llamaradas antes de que aparezca el fuego.
Creo que yo llevaba unos cinco años que aspiraba a vivir de esa manera, cuando llegué a la Terminal de Autobuses del Norte de la CDMX, donde me recibió mi tío Armando que me condujo con celeridad metropolitana en sus recorridos cotidianos: de Texcoco a Tlalpan y de Tlalpan a Texcoco, con una parada técnica en unas oficinas unamitas en Los Viveros de Coyoacán, donde casi de manera clandestina era posible tramitar las inscripciones a la Licenciatura en Letras Clásicas.
Han pasado más de dos décadas desde aquel último año de un siglo XX intempestivo. Ahora acompaño a mi tío Armando en una cama de hospital. Como quien sopla fuego para mantener viva la hoguera, vuelvo con fervorosa constancia a mis lecturas de poesía y escribo versos cada vez que la pasión lo dicta.
No pude estudiar Lenguas Clásicas, pero regresé a mi Alma Mater en la Universidad de Colima para concluir estudios de Licenciatura en Letras y Periodismo. Volví a la UNAM los mismos años que Hugo Sánchez hizo bicampeones a los Pumas, entre el 2004 y el 2006, cuando estudié una Maestría en Letras Mexicanas. Entonces conocí a Rubén Bonifaz Nuño, con quien pude comer en el Centro Cultural Veracruzano al lado de mi buen amigo, Fernando Curiel Defossé.
Con el paso del tiempo, los antiguos huelguistas de 1999 se dividieron en dos bandos. Los que hacían el trabajo de campo, como Alejandro Echavarría Zarco El Mosh o Mayra Valenzuela, siguieron como activistas políticos desde Tepito hasta Michoacán. Los que hacían política de aire ahora protagonizan partidos de izquierda. Veo sus rostros descoloridos como una pantalla discontinuada, como un provinciano con un futuro incierto o una novia sorprendida, y a veces creo que la política es un hombre postrado que ha perdido el aplomo para mantener el ritmo que le demanda la realidad.