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COLUMNA: Tejabán

PorRedacción

Mar 11, 2024

Guillermo Velázquez habla de los caminos que José Alfredo olvidó II

Por Carlos Ramírez Vuelvas

Para el maestro Roberto Levy

Cuando le pregunto a Guillermo Velázquez si su música no pierde vigencia, si no es rebasada por la propia evolución de la música, me responde rápidamente que no, que “la tradición se transforma, adquiere nuevas formas parar llegar a la gente y seguir viva. Eso no me preocupa. Yo, como trovador, debo hablar de lo que está pasando, esa es otra manera de llenar de vida a la tradición. Debo hablar del internet, del chat, de los celulares. Soy un trovador vivo que se va adaptando a la época a la que vive.”

Me dice que el tema de la “tradición” es amplio y habría que detenernos en los subgéneros, las topadas, las valones, los jarabes, las décimas y el huapango. Son interesantes, por ejemplo, las topadas, en donde se enfrentan dos trovadores. Gana el más creativo y emotivo, el que se encuentre más cercano a la poesía. Así van tejiendo sus estrofas decimales hasta que resulte un vencedor del duelo.

Guillermo Velázquez me da una pequeña lección de decimar: “La décima es una estrofa octosílaba, cuya rima es a b b a a c c d d c. Aunque yo utilizo una décima trenzada, que es una de mis aportaciones a la tradición. La forma quedaría a b a b a c d c c d c c. Así he formado distintas décimas. Otra de mis aportaciones es alargar el octosílabo hasta hacer alejandrinos y versos de arte mayor. La última que hice fue de 22 sílabas.” Luego ejemplifica con su oficio: “Si yo voy a una tocada de decimeros y estoy como parte del auditorio, escucho con atención a decimero. En ocasiones se equivoca en el metro del verso o en la rima. No puedo evitarlo, tengo que levantarme y gritarle que está mal, que se equivocó, que no haga chapuza; corregirlo.”

La violencia de las palabras de Guillermo, la fuerza con que habla de la Tradición es la misma que lo ha cambiado: “Creo que tengo un destino trazado, por eso estoy en esto. Y lo he soportado contra viento y marea. Me ha costado mucho, pero tengo más de 25 años inmerso en la tradición. Ahora sé todo lo que valgo.”

Se puede leer un magnífico texto escrito por Eleazar Velázquez, que sirve de presentación del disco Los sones de México: otro ratito no’más:

“…ni dioses ni demonios, ni santos ni malditos… Hasta donde mis ojos alcanzan a mirar, los músicos actuales transcurren sus días entre el barro y el plástico, el viento y los celulares, la devoción y el bisnes. Ahí se nutren, se viven, a esas lumbres que arrojan. Pulsan la guitarra ´quinta´, la vihuela, el arpa, la jarana, el violín, o invocan sextetos, décimas improvisadas o memorizadas porque a ese oficio los ha encaminado el destino, la pasión y la necesidad.

Ya son pocos los soneros mexicanos que podrían resistir los estereotipos del folk o el romanticismo de sectores que al mirar un músico con sombrero invocan su mito agrario. Junto a la ritualidad y el sentido comunitario que algunos preservan al ejercer su oficio, también han crecido los intereses económicos, de éxito y fama y no son pocos los que subordinan su oficio a los requerimientos del negocio y el espectáculo (…). Guillermo Velázquez, trovador de los Leones de la Sierra de Xichú, en diestro lance repentista, da cuenta esperanzadora de que es posible fundir en armonía las fuerzas del juglar y las del poeta, las de la tierra y el asfalto, las de la tradición y la modernidad.

Me interesa el huapango arribeño y la poesía decimal, consideradas como la tradición poética más importante y original del centro del país, le digo a don Guillermo. Me habla de su complicidad con la décima y se remonta a los trovadores medievales. Le digo que no, que es imposible que en México existieran los trovadores en su forma pura, que sí lo hicieron en la Provenza del siglo XIV y de ahí avanzaron por toda Europa Central. Él se refiere a Gonzalo de Berceo, el gran poeta místico español del siglo XIV. Hablamos de cosas distintas, le digo. Yo pienso en la premedieval lengua de Oc, él en las raíces del romance español. Sabe que existieron dos clases de trovadores, “los cortesanos, a los que repudio, y los de las plazas, los que pregonaban información, como yo”. Sé que hay un error de apreciación histórica y trato de hacerlo notar, pero él me interrumpe, vehemente, “los trovadores llegaron a México desde España”.

Luego entendí la historia que había provocado la confusión. Tal vez Guillermo Velázquez se refiera a una interpretación histórica de la cultura Chichimeca como una tribu nómada y seminómada compuesta por diversos grupos éticos que dominaron una extensa parte del territorio mexicano. Tenían en común ser recolectores, pero, sobre todo, indómitos y feroces cazadores. Entre ellos conservaban su propia historia y sus tradiciones de manera oral. A estos informadores y conservadores de la memoria se les llamaba trashumantes, compositores de relatos poéticos. Guillermo Velázquez une la idea romántica del trovador con la vaga noción del trashumante.

Eleazar Velásquez, en otro artículo publicado en El Guaricho define:

“El huapango arribeño es un género mestizo que presenta normales similitudes con la tradición de los juglares y trovadores medievales. El devenir histórico hizo que llegara a Xichú, San Luis de la Paz, Atarjea, Arroyo Seco, Sanciro, Rioverde, Cerritos y otros municipios de la Sierrra Gorda, la décima, el oficio de trovar y formas propios de los desafíos o ‘tensones’ poéticos de los europeos del siglo XII, lo cual, al contacto con elementos de la cultura local cristalizó en una expresión artística muy arraigada en el gusto campesino y vinculada ampliamente a su vida social”.

En el sinuoso camino para llegar a Xichú son comunes constantes los derrumbes y los deslaves. A medida que nos acercamos al final de la ruta, la temperatura disminuye. Sobre los 1,334 metros sobre el nivel del mar, el viento deja sentir su carcaj de frío y las flechas agudas del aire llegan de improvisto. ¿Quién habitaba aquellas casas perdidas en lo más alto de los cerros? 

La temperatura media del lugar es de 18 grados centígrados, pero baja en las mañanas y en las tardes, en una zona más bien desértica, bañada por hilos de agua a los que la gente llama Ojo de Agua, El Saucillo, El Infiernillo, entre otros afluentes del río Santa María, completamente oculto tras los cerros El Azafrán y El Descarado.

El Inegi dice que el clima es variable de subtropical hasta templado, pero se sabe que la estación permanente se llama desolación. Esto también explica el rencor y encaro de las letras de Los Leones de la Sierra de Xichú contra el sistema político. Una crítica ingenua que en ocasiones carece de argumento, pero sobre todo sentida, dolida.

Xichú estuvo habitada por indios chichimecas, quienes denominaron al lugar “la hermandad de mi abuela”. La población de Xichú es de 11,182 habitantes. La mitad de ellos es una población flotante que buscan mejores opciones de vida en Estados Unidos. El resto de la población es, en su mayoría, personas de edad avanzada.

Como saben los especialistas en el tema, desde 1985 y hasta el año 2000, año con año, emigraron a Estados Unidos de Norteamérica alrededor de 300 mil mexicanos. Michoacán, San Luis Potosí, Zacatecas y Guanajuato, fueron los principales lugares de origen de los emigrantes. Así, gran parte de las poblaciones de la Sierra Gorda de México, son los focos principales de este fenómeno: Dolores Hidalgo, San Diego, San Luis de la Paz, Doctor Mora, San José Iturbide, Tierra Blanca, Santa Catarina, Victoria, Xichú y Atarjea.

Ni el templo ni el jardín de Xichú ofrecen aspectos interesantes, salvo las rarezas del dulce de biznaga y las formas simétricas de las palmeras. No hay más, sino dulces de la planta que soporta la vida árida de la sierra. El maestro de primaria, Antonio Robledo, dice que “acá la mayoría de las personas trabajan en la presidencia municipal o en la ganadería. No se puede sembrar ni cultivar nada. Casi todos sobrevivimos de lo que nos mandan los que están en el norte.”

A mediados de los Cuarenta, Xichú parecía ser una alternativa industrial gracias a la mina que se estableció a la entrada de la comunidad. De ello sólo queda un vagón en el mirador del pueblo. “Todo se terminó, no pudieron sacar el plomo que decían que había ni el uranio que todavía hay”, concluyó Robledo. También hay por ahí, perdido y tímido, un hotel, en cuya puerta un letrero revela: “descansamos los sábados y domingos.”

Y eso es Xichú.

Las seis horas de camino no justificarían nada, de no ser por el paisaje que en las partes cercanas al pueblo se llena de pinos y encinos. Y allá se celebran las fiestas más importantes de los huapangueros, el 31 de diciembre de cada año, cuando se enfrentan en las topadas. 

La noche del 27 de octubre de 2001, se presentaron Guillermo Velázquez y Los Leones de la Sierra de Xichú en la explanada de la Alhóndiga de Granaditas de Guanajuato, dentro del marco del XIX Festival Internacional Cervantino. Acompañó al grupo el violinista Rogelio Durán y el grupo de danza contemporánea Utopía. Antes de que llegara la hora del evento, Los Leones ensayaron en la Alhóndiga. El escenario permite que unas cinco mil personas sentadas escuchen y vean a los grupos. Pero en total habrá, durante la noche, unos 7 u 8 mil asistentes. Aquí se han presentado lo mismo Madredeus que Café Tacuba o Maldita Vencidad; la Filarmónica Nacional que el Querttet Ensamble. El cielo limpio y azul encierra en su vientre el escenario rojinegro de la Alhóndiga, y en el centro ya se encuentran Guillermo Velázquez y Los Leones.

Son las 7 de la tarde. El ambiente es de estadio de futbol. Todo se vende, incluyendo los cojines, los miralejos y los periscopios, construidos sagazmente por las manos de un artesano guanajuatense. Además, está el sinfín de fritangas, con todo y una fritura enorme: chicharrón de harina sobre el que se ponen cueritos, aguacate, jitomate, cebolla, salsa roja, salsa de jitomate y crema. A un costado de la Alhóndiga, el pozole, los tacos, los pambazos, los tamales, las enchiladas mineras… La gritería golpe por todas partes.

Desde un balcón, que de momento a otro se ha convertido en bar, una gringa que bebe margaritas insulta al aire como una niña que aprende a hablar groserías. Se hondean algunas banderas de Chile, de Argentina y de México. Todos caben en el Cervantino. A medida que se acerca la hora, la chifladera se hace un solo aliento larguísimo.

Es el Cervantino, efervescente, alterado y ansioso. Hay mujeres sobre los hombros de los hombres, hay niños preguntando porqués a sus padres, hombres tocando las caderas de muchachas, jóvenes con un cigarro en los labios jugando a traficantes. Todos caben en El Cervantino. Luego, un segundo de oscuridad total. Es el momento que desde la cabina de sonido presentan a Guillermo Velázquez y Los Leones de la Sierra de Xichú. Se abre el telón.

Comienzan con algunos temas del disco “Tierra donde nací”. La voz de Chabe. Algunos experimentos con un violín eléctrico: un blues dedicado a John Lennon, letras en las que produce estertor el nombre Osama ben Laden. Y luego una especie de crónica sobre el superhéroe. Una canción apocalíptica y la coreografía del grupo Utopía. La gente aplaude y los más osados bailan. Dos títeres salen al escenario, una topada entre el subcomandante Marcos y Vicente Fox. La letra sería definitoria, estos perecen ser los personajes del México contemporáneo. Y todo medido en la más exquisita métrica de don Guillermo Velázquez. Al final del concierto me acerco a don Guillermo, dice que luego nos vemos. Nos despedimos. Todavía le restan 2 horas para firmar autógrafos, recibir saludos, y acordarse del hombre que trabajó con él en el Seguro Social de León, según le reclama una señora morena.

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